sábado, 19 de marzo de 2011

"SeBastián"


Abrimos una nueva sección para quienes quieran publicar narraciones, titulada "Relato con libro". El tema, por supuesto, es libre. Lo único que os pedimos es que lo que nos enviéis no sea muy extenso y tenga que ver de algún modo con algún libro o lectura. Como "nos hemos visto desbordados por el interés que ha suscitado este blog en otros institutos", ampliamos nuestro radio de acción y publicamos en primer lugar un relato de un profesor de otro IES: Carlos Rodríguez Mayo, de Geografía e Historia en el Instituto "Ría del Carmen", de Camargo


"SeBastián", de CARLOS RODRÍGUEZ MAYO
El primer capítulo de lo que voy a contar sucedió hace casi treinta años. Por entonces Michael Ende acababa de publicar en España su "Historia interminable" y la edición de Alfaguara ocupaba el escaparate de todas las librerías. Aquel día yo había entrado en "Sabes", un negocio entonces nuevo, muy pequeño, cuyo nombre, además de la segunda persona del singular del presente de indicativo del verbo saber, era la forma que el espejo reflejaba al ser nombrado entre los suyos Sebastián, su propietario. Él era ya un hombre maduro que fumaba en pipa como el señor Koreander y que hablaba sin parar de sus lecturas, de modo que no desperdició la ocasión de informarme de la cualidad metaliteraria de la novela de Ende y de la comunicación entre los diversos niveles de la narración: Una especie de juego de matrioskas, dijo, algo que se parecía a lo de aquel cuento de Borges en el que alguien era capaz de soñar la realidad. Tantas cosas me contó y tanto me valoró la obra que me sentí obligado a comprarla. Sin embargo, al ir a pagar con un billete verde de los de antes, le comenté con evidente ironía:
- Tenga usted mucho cuidado. Esta obra puede llegar a arruinarle.
-¿Por qué?- me preguntó, disponiendo una cándida sonrisa en su rostro de doctor.
- A ver, si la historia es tan buena como usted dice y es realmente interminable, ya no se venderán más libros, porque todos los lectores acabaremos atrapados en ella, sin saber cómo salir.
Sebastián, el librero, sonrió, me señaló en la tapa el nombre del autor y dijo:
- ¿El título? No se lo crea. El título es una metáfora... ¿Cómo se llama el autor?
- Michael Ende.
- ¿Y eso, en cristiano, qué es?
- Miguel... ¿Fin?
- Pues ahí está la salida. El nombre de Michael Ende es el final de la obra.
Recuerdo que leí la novela en dos ocasiones sucesivas y en contextos muy diferentes. La primera vez lo hice casi de un tirón, en la soledad de la tarde de unas vacaciones. La verdad es que me encantó. La segunda, cinco años más tarde, se alargó más de dos meses, sumando pequeños periodos de aproximadamente diez minutos y sentado al borde de la cama de mi hija. Ella, con nueve años, escuchaba fascinada hasta que apagaba la luz, mientras el pequeño Miguel resistía los embites del sueño, cubierto por una manta de lana, pero imponiendo cada noche su presencia en la fiesta de la lectura.
Entretanto tuve tiempo de visitar como cliente a Sebastián y de escuchar sus sabios consejos literarios. Él hablaba de los nombres, de los títulos o de los autores sin dejar que su vida se mezclase, y yo, tan consciente como él de la incorruptibilidad de su mundo y de la fragilidad de nuestra relación, actuaba en consecuencia. Me acomodaba al otro lado del mostrador y dejaba que sus palabras dibujasen los perfiles de los libros. Si para mí sus consejos eran faros, para él mi agradecimiento era maná en el desierto, una droga necesaria entre tanta incompresión.       
En 1995, justo el día en que murió Michael Ende, falleció también Sebastián. Fue algo totalmente inesperado. Recuerdo que fui al tanatorio y que no me atreví a acercarme a su mujer, pues para ella yo era un desconocido, así que preferí dejar este mensaje en el libro de pésames:
-”Él me abrió la puerta a muchas historias que ahora me resultan imprescindibles y por eso no puedo dejar de imaginarlo junto a ellas, en los márgenes de tantos libros y reinventando el mundo cada día. Lo siento, lo echaré mucho de menos”.
Desde entonces, para mi, la Historia Interminable es una asignatura pendiente. Lo tengo a la vista, sobre la estantería. Su lomo va perdiendo brillo, sus páginas se tornan amarillas, pero hay algo que me llama en su interior. Lo siento dentro del pecho.  Ayer caí en la cuenta de que Don Quijote murió sabiendo que Cervantes lo había escrito, e intuyendo que un futuro Pierre Menard intentaría reescribirlo de la mano de un tal Borges. Cada día me resulta más urgente averiguar si la salida de la Historia Interminable era el escueto apellido del autor o si el librero me engañó. Tal vez él obró a sabiendas de que yo quedaría atrapado en aquel extraño nivel de narración en el que habíamos coincidido, un nivel en el que nada impediría que escuchase sus atinados juicios, un nivel de letras doradas, preciso y estable en el papel, pero también infinito, multiforme y fecundo en la mente del lector, un nivel cerrado y oscuro, una cárcel o un refugio de los que ya nunca podremos escapar.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

miércoles, 9 de marzo de 2011

"Historia torcida de la literatura", de JAVIER TRAITÉ

Refrescante repaso de la literatura euroamericana (sobre todo de la novela), a cargo de un joven librero que ha leído mucho y dice estar harto de ese ambiente tan peñazo que suele rodear a la literatura. Desde el Gilgamesh hasta los últimos autores del siglo pasado ya fallecidos, va comentando muchos títulos de los denominados clásicos con toda la frescura y el desparpajo que un lector voraz de historias se puede permitir desde un conocimiento más que amplio del asunto. Se dirige principalmente a los desamparados de la lectura por culpa de los medios de comunicación, sus profesores, los santones de la crítica, etc. para que no se pierdan algo tan interesante como la literatura, de la que se reconoce un apasionado. Con un lenguaje ágil, iconoclasta y trufado de tacos, no tiene ningún empacho en reconocer que si no ha hablado de algunas obras canónicas, probablemente haya sido por aburrimiento, desconocimiento o porque le "ha venido en gana". Directamente. Pero no son caprichosos sus juicios. Tienen interés porque conoce bastante bien el público al que se dirige y desentraña con inteligencia las emociones (buenas o malas) que pueden provocar los títulos que ha elegido.
Miguel Martínez Renobales