viernes, 27 de abril de 2012

[1º Premio Segundo Ciclo E.S.O.] Relato "Un árbol", de Lucía González Merino (4ºA)

 (relato ganador en el XIII Concurso de Relatos Día del Libro)

    En mi memoria está guardada la primera imagen que observé cuando abrí mis ojos por primera vez. Al otro lado de la ventana se alzaba un árbol enorme, unos metros por delante de los rascacielos. En una de sus anchas ramas estaba sentado un niño rubio que balanceaba sus piernas en el aire.
     A mi lado, en el interior de la vivienda, había un hombre de edad avanzada. Era calvo, con una barba grisácea bastante poblada. Me observaba expectante tras unas pequeñas gafas que sujetaba en la punta de la nariz; seguramente estaría esperando mi reacción. Tardé unos segundos en hablar. Todavía procesaba lentamente la información porque aún estaba adaptándome y analizando los datos que recogían mis sensores por vez primera.
     -Buenos días, señor.
     El hombre dio un brinco y soltó una carcajada.
     -¡Funciona! He creado un robot. ¡El mejor robot que hay! No una de esas estúpidas máquinas que fabrican en cadena.
     Mi creador volvió a reírse. Mi base de datos estaba trabajando a toda velocidad, almacenando toda la información posible. Comprendí que esa risa era de felicidad. Y que ese hombre opinaba que yo era más avanzado e inteligente que los otros robots; lo que quería decir que él sería, seguramente, más inteligente que los demás fabricantes de autómatas, ya que mi inteligencia es completamente artificial.
     El hombre estuvo un buen rato probando órdenes conmigo, como que le llevara un vaso de agua o barriera el suelo. Más tarde me dijo que le diera su abrigo y sus llaves.
     Cuando estuvo preparado para salir, abrió la ventana y alzó la vista hacia el niño, que seguía subido al árbol, ahora con un ordenador en las manos.
     -¡Me voy al trabajo! Este robot cuidará de ti.
     El niño se giró y le dirigió una sonrisa. Debía de tener unos 10 años.
     -Vigílale. Que no le pase nada -ahora me hablaba a mí-. Cuida bien de mi nieto.
     Y se marchó. Yo me situé junto a la ventana y vigilé. El niño estuvo en la rama del árbol toda la tardé, leyendo en el ordenador. De vez en cuando se volvía hacia mí sonriendo y me preguntaba palabras que no entendía. Otras me leía en alto o hacía observaciones sobre el árbol.
     -En esa rama de ahí hay pajaritos. Todas las mañanas pían. Mi abuelo me da pan para que se lo de a ellos. Así están contentos y no se marchan.
     -En primavera salen flores rosas. Yo hago ramos y adorno la casa. A mi abuelo y a mí nos gustan mucho, pero a casi todos los demás no.
     -Como ninguno de mis amigos tiene un árbol en casa yo les enseño el mio. Dicen que es raro.
     -A mis amigos les gusta venir a casa de mi abuelo porque tiene patio y es muy grande. Pero no se atreven a subirse al árbol porque les da miedo caerse.
     Yo retenía toda la información que me llegaba a través de sus palabras.
     Cuando su abuelo volvió del trabajo yo aún seguía frente a la ventana, mirando hacia el árbol y el niño.

     La vida en aquella casa solía transcurrir de esta manera: por la mañana mi creador se iba a trabajar y su nieto a la escuela. Luego volvían los dos a la casa. Por la tarde el hombre volvía al trabajo y el niño se quedaba en la casa. Normalmente subido al árbol, haciendo los deberes del colegio o leyendo, a veces incluso libros de papel. Y cuando pasaba por su lado me contaba cosas:
     -Ayer fuimos toda la clase a un museo donde había animales y árboles. Pero mi árbol es más grande.
     -Mamá me llamó y dijo que le iban a dar unas vacaciones y vendrá a visitarme. Le he guardado un ramo de flores, pero no se las puede llevar a donde trabaja.
     -Hay un hormiguero en el árbol. El abuelo se ha puesto muy contento, porque dice que hacia mucho tiempo que no veía insectos.

     Por la tarde, cuando yo vigilaba al niño, el otro robot que había en la casa se encargaba de las tareas que faltaban. Era una máquina muy diferente a mí, una comprada. Tenía una apariencia menos humana que yo y no aprendía cosas nuevas. Ni el niño ni su abuelo le hacían mucho caso.
     Yo no tengo sentimientos pero los percibo y los comprendo; y sé que, aunque tenían problemas con otras personas por sus gustos (entre ellos tener un árbol), sus vidas eran alegres. Los dos eran muy felices y se querían.

     Pero hubo un momento en que cambiaron las cosas. Los problemas con las personas se agravaron. Decían que el árbol debilitaba en suelo, que se podía derrumbar, que era peligroso para el niño, que causaba enfermedades e infecciones... Y vinieron a tirarlo. Unos robots llegaron con una enorme máquina. Eran similares al que tenía mi amo en casa. ¿Sabían a donde iban con aquella máquina? “Saber” quizá no sea el verbo adecuado. Ellos solo irían y cortarían el árbol. Solo realizarían una orden que alguien les había introducido en sus circuitos. Porque, en definitiva, eso es lo que hacemos los robots. Somos únicamente máquinas que reproducen las órdenes que los humanos nos han dado. Pero los humanos son los responsables.
     Por eso lo que yo hice no tendría valor si no fuera porque detrás de mi acción había una persona. Cuando el niño subió al árbol y se quedó mirando asustado como los robots se acercaban con una sierra enorme, en mi interior se activó una orden.
     “ Vigílale. Que no le pase nada. Cuida bien de mi nieto”
     Y me coloqué delante del árbol. Y ahí me quedé.
     Los otros robots se quedaron bloqueados sin saber que hacer, pero pronto vendría alguien y lo solucionaría. Pero yo no dejaré que talen el árbol.
     Porque para que sucedan cosas buenas solo hay que dar las órdenes adecuadas.

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