miércoles, 15 de mayo de 2013

"Sin título", de Cristian García Pereda, 2º Bachillerato CientíficoTecnológico, grupo Nocturno

Es el relato ganador del XIV Concurso Día del Libro, en el nivel de Bachillerato y Ciclos. Enhorabuena.

            −¡S.O.S necesitamos ayuda! Al habla el capitán Jorge Sainz, al cargo del crucero Marie Torie. El barco se hunde, nuestras coordenadas son: 40º longitud Oeste,  40º latitud Norte. ¿Alguien me recibe?
             Estas fueron las últimas palabras que escuchó el jefe del cuerpo de rescate marítimo español. Cinco aviones y dos helicópteros salieron a buscar al Marie Torie, el barco que transportaba a más de mil personas, de las cuales la mitad eran curas. El crucero tenía como destino Brasil. Todos esos curas eran futuros misioneros que nunca llegarían a serlo. Cuando llegó el cuerpo de rescate, era demasiado tarde, había vida pero no humana. Tiburones de muchas clases, atunes y una gran variedad de peces agitaban el rojo agua que se divisaba desde las alturas.
            Descendieron pero solo se pudo ver la más cruel de las realidades para el equipo. Habían llegado tarde y todo aquel que pudiera haber sobrevivido al hundimiento del barco había sido devorado. Pese a ello, lograron rescatar algunos cuerpos desfigurados y ensangrentados.
            Su misión allí había acabado, nada más se podía hacer. En mitad del Atlántico, a los hombres se les revolvía el estómago al ver cómo aquellos que dedicaron su vida a la paz, a servir y ayudar, eran devorados sin la más mínima piedad. Volvieron cuando estaba anocheciendo y debían regresar. Nadie podría olvidar esa imagen, el cielo rojo, el sol también y el mar aún más.

            −Fue un 23 de agosto de 2027− recordaba Manuel, el jefe de rescate que en aquel fatídico día contempló un milagro—. Estábamos volviendo, alejándonos del barco y, después de que la distancia creciera, se fijaron en el agua dos de mis hombres. Allí la vimos, en el agua haciendo señas con un pequeño crucifijo de plata, la única superviviente de la masacre. Una mujer con un bebé en su regazo flotando sobre un tablón de madera. Rápidamente las recogimos, pero ella nada más vernos desfalleció. Tenía signos de agotamiento e hipotermia, sentí su último latido a los pocos minutos de subirla en el helicóptero. La niña estaba en buen estado, su madre había luchado por ella hasta el final de su vida. En el viaje de regreso me encargué de la pequeña y fue en ese transcurso de vuelta en el que sentí un vínculo especial que me ataría a ella de por vida. Sería ella que me cambiaría la vida.
            Milagros sería el nombre con el que decidieron bautizar a la pequeña. Manuel luchó por conseguir su custodia durante los siguientes meses hasta conseguirla. Después de 40 años, Manuel les relataba a sus nietos cómo su madre, Milagros, salvó su primera vida.
            −Nunca me había acompañado al trabajo, pero ese día tuve que llevármela. En toda esa semana no hubo que hacer ningún rescate y tuvo que ser el día en el que estaba vuestra madre. Mala suerte pensé, pero me equivoqué. Fuimos a buscar a dos pescadores que estaban en alta mar. Hacía un tiempo nefasto, la niebla era tan espesa que no veíamos a más de tres metros, el frío se te metía por los huesos y lo peor es que había un viento de espanto y el helicóptero en el que íbamos se zarandeaba muchísimo. Llegamos al punto en donde debían estar los pescadores, descendimos y despejó un poco la niebla, lo que nos permitió ver que aquellos a los que buscábamos no estaban por ninguna parte. Dimos un rodeo y revisamos las coordenadas que nos dieron, pero allí no estaban, habían desaparecido sin dejar rastro alguno. Vuestra madre al principio del viaje no dejaba de hablar y de molestar, por lo que le dejé unos prismáticos para que se calmara. Ella no sabía cómo usarlos o eso creía yo, pero imaginaros cuál fue mi fascinación al verla gritar: ¡Están allí, papá, les he encontrado! Miré al punto donde me señalaba, miré con los prismáticos y los vi. Fue increíble una niña de seis años había encontrado a aquellos pescadores a diez millas, ¡y yo que creía que no sabía usar los prismáticos! Cuando llegamos, aquellos dos hombres estaban en el agua, los sacamos y les pusimos mantas térmicas. Estaban muertos de frío, morados, no sentían las manos y estaban en shock después de esa dura experiencia en el mar. Si no hubiera sido por vuestra madre… pero allí estaba, ella los había encontrado y les salvó la vida.
            Manuel miró a sus nietos, que estaban con los ojos brillantes imaginándose la situación. Al poco rato, los chicos le pidieron que contara otra de sus historias y Manuel accedió de muy buen grado.
            −Bueno, os contaré como… 
            En ese momento entró Paco, el padre de los niños.
           - Hola Paco, ¿no viene Milagros contigo?
           −No, tiene que estar otra vez en el hospital. Últimamente trabaja demasiado-  respondió Paco con cara de desanimada–.Bueno, nos vamos. Venga niños, darle un beso al abuelo.
            Después de la despedida, Manuel se quedó pensando en su hija. ῝Ella se dedica a salvar vidas, es su trabajo. Paco debería entender que no pueda estar en casa tanto como quisiera῞ se decía para sí mismo.
            Pocas horas después, llamaron al timbre de la casa de Manuel. Abrió la puerta y se encontró a su hija llorando. La abrazó sin preguntar qué pasaba, entonces Milagros comenzó a reír, miró a su padre con una mirada radiante, aunque con los ojos todavía mojados y se lo dijo.
            -¡Lo he logrado Papá! Por fin he cumplido mi promesa- dijo derramando todavía alguna lágrima de felicidad.
            -¿Qué has logrado? ¿Qué ha pasado?- le respondió confuso.
            -¡Mil personas papá! ¿Te acuerdas de aquel día en que me llevaste al bosque de las encinas? Aquel día cumplí dieciséis años y me llevaste allí para contarme cómo me encontraste y me diste el crucifijo de mi madre. Me dijiste que era un milagro que entre mil personas, solo un bebé sobreviviera y que por eso me llamaste así. En aquel bosque me preguntaste si sabía qué quería hacer, ¿te acuerdas de lo que te respondí?
          -Sí, me respondiste que querías salvar vidas como yo -dijo Manuel derramando una pequeña lágrima-, dijiste que salvarías todas las vidas que se perdieron el día en que te encontré, para que tu nombre sí tuviera significado de verdad. Me dejaste impresionado, eran palabras demasiado maduras para ti…
            -¡Pues lo logré! Hoy hemos operado a un niño de cinco años y ha salido todo bien, se recuperará. Ya van mil personas a las que he podido salvar.
            -Estoy muy orgulloso de ti Milagros – tartamudeó Manuel mientras más lágrimas saladas recorrían su cara. Padre e hija se fundieron en un intenso abrazo, se juntaron tantos sentimientos que hicieron de ese momento, un momento único y mágico.
         A día de hoy, Manuel vive en su casa feliz, sabiendo que su vida ha sido plena y Milagros sigue salvando vidas con una gran sonrisa.

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