miércoles, 20 de abril de 2011

"Manchados de sangre inocente", de Sara Samperio Blázquez, de 3º C

            Corro entre los arboles tratando de dejar atrás a mis perseguidores. Mi ropa se enreda con las ramas de los arbustos y, al quedarme grande, me hace tropezar continuamente, reduciendo mi velocidad. No puedo apartar de mi cabeza la imagen del cuerpo sin vida, arrastrado por aquel hombre. “Mamá…” El nombre se me escapa sin querer y evito llorar. De repente piso el bajo del pantalón y caigo al suelo, boca abajo. La tierra golpea mis huesos con su frialdad y el barro devora mi rostro. Pero mis lágrimas, ávidas, se encargan de limpiarlo. Me quedo quieto, sin moverme. Sin fuerzas para seguir adelante. Las voces se acercan y oigo pisadas cerca de mí. Noto un dolor desgarrador en la cabeza cuando un hombre me levanta del suelo, cogido por el pelo. Empiezo a revolverme y a gritar de dolor, pero él hace caso omiso a mis suplicas. Empieza a caminar, arrastrándome tras él, llevándome de vuelta a la peor de mis pesadillas.
* * *
            Han pasado tres días desde que me trajeron de vuelta, después de mi intento de huida. No recuerdo qué pasó cuando llegué, pero supongo que recibí un castigo. O así lo insinúan los cortes, moratones y magulladuras de mi cuerpo. Creo que me desmayé mientras aquel monstruoso hombre me traía de vuelta. En cuanto soy capaz de moverme con cierta agilidad, finjo que voy a trabajar y me acerco al lugar de la valla por la que me escapé. Han sellado el agujero que hice y han reforzado la seguridad en el exterior. Desde fuera de la valla un hombre me observa, con una fría sonrisa torcida en su cara. Al reconocerlo, el miedo y la angustia se apoderan de mí. No puedo evitarlo. Caigo de rodillas y vomito lo poco que había comido. El hombre que me arrastró de vuelta aquí, el hombre que cargaba con el cuerpo sin vida de mi madre, me sigue mirando. Tiemblo frente a él, de rodillas en el suelo. Él suelta una carcajada y se marcha. Me siento en una piedra, esperando recuperar mis fuerzas. Mientras, miro al exterior. Hay un riachuelo y más allá una tierra devastada. Supongo que antes de la llegada de estos hombres, todo era bosque y yedra. Me levanto y me voy a trabajar.
* * *
            Los demás niños están muy contentos. Nos van a llevar a un lugar mejor donde podremos jugar todo el día; donde no tendremos que trabajar. Mientras todos caminan escoltados por los hombres armados hacia nuestro nuevo “hogar”, intento quedarme atrás, pues no me creo ni una palabra de lo que nos han dicho. Pero otra vez el mismo hombre me impide separarme del grupo.
            Todos los demás corren y juegan, ríen y saltan, felices como hacía tiempo que no lo estaban, ajenos a mi preocupación. Sus ojos brillan de emoción y sus sucios rostros se giran hacia todos los lados, llamándose unos a otros. No entiendo su felicidad. No después de lo que he visto, no después de lo que he vivido. Los hombres empiezan a gritar y a empujarnos, separándonos en grupos. La marcha se detiene mientras ellos nos ordenan movernos de un grupo a otro, hasta que quedan satisfechos con el resultado. Yo estoy en uno de los grupos del final, y observo todo con desconfianza. A cada grupo se le asigna un número y se les ordena a sus componentes que lo recuerden. Yo soy del 15. En estos momentos están llamando al 1, y se lo están llevando. Rápidamente los demás niños se apresuran a armar alboroto. Me quedo apartado de ellos mirando con recelo el camino por el que se acaban de ir. El tiempo pasa, y los grupos van desapareciendo unos tras otro. 5, 6, 7… Ahora va el 8. No sé porque, pero no puedo dejar de pensar en mi madre. En cómo se interpuso entre aquel hombre y yo, para impedir que me pegara. En cómo aquel hombre la tiró al suelo y la golpeó hasta la muerte ante mis ojos. Todavía siento su cuerpo en mis brazos, cómo se le escapaba la vida, su cálida sangre en mis manos. No puedo quedarme aquí. Me levanto y miro a mi alrededor, vigilando para que ninguno de los hombres me vea. En el momento adecuado me escabullo detrás de una caseta cercana. Empiezo a caminar sin rumbo, atento a cualquier señal que delate que me están siguiendo. No sé cuánto tiempo llevo caminando cuando oigo voces y me meto en una grieta de una caseta, a mi izquierda. En el momento en que he desaparecido en su oscuridad, aparecen los hombres armados, escoltando a un grupo de niños. Deben de ser el grupo 9, quizá el 10. Observo atentamente el lugar en el que están, una especie de llano, sin hierba. El suelo esta mojado, como si acabasen de regarlo. Hacen ponerse a los niños en fila, de espaldas a ellos de forma que cada hombre cubre a un niño o, como máximo, a dos. A la señal, todos los hombres levantan sus armas y antes de que pueda darme tiempo a pensar lo que va a suceder, disparan. Los cuerpos de los niños reciben el impacto y seguido, caen al suelo. Cierro los ojos para no verlo, pero la imagen sigue en mi cabeza. Sus cuerpos rojizos, que caían uno tras otro. Ahogo una exclamación, y rezo porque no me hayan oído. Pero al abrir los ojos una mano me arrastra fuera de la grieta, por el suelo limpio de cadáveres, teñido de tinta roja. Me tira al suelo y empieza a darme patadas y a insultarme. No deja de gritar: “¡Sucio judío!” Los oigo reírse, a él y a sus compañeros, con cada alarido que doy. Cuando cesa su ataque, quedo tendido en el suelo sin fuerzas para moverme. Antes de perder la consciencia, veo unas botas negras caminando hasta situarse a mi lado. Algo frio y metálico se apoya en mi sien. Oigo un fuerte ruido. Luego, solo hay oscuridad.

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